Quizá sea injusto decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque, entre otras cosas, lo más seguro es que no sea cierto. En este caso sí sería bueno rememorar aquellos tiempos, lejanos y no tan lejanos, en los que se defendía una causa a golpe de cabeza, de pluma, de intelecto. Hoy son muchas las cabezas, pocas las plumas y cada vez menos los intelectos.
Se hacían manifiestos, movimientos, los líderes intelectuales se convertían en modelos y se permitía el lujo de que estuvieran en boca de todos. Fueras del “bando” que fueras siempre había una gran plantilla de mentes pensantes que tiraban del carro. Se atrevían a comprometerse con la sociedad, a comprometer su obra con el mundo y al mundo con su obra, se lanzaban a la calle y a la primera plana porque había una sociedad y unos ideales que los necesitaban.
Hoy, desde la comodidad del sillón, se conforman con un tweet desde el que escudarse y dejar su conciencia tranquila sin comprometerse y mancharse demasiado.
En cierto momento en el Quijote se dice: dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados.
Dónde hemos dejado a esos letrados a esos Garcilasos, esos Gabos, Sabinas, Celas, Cervantes y tantos que dejaron a un lado el miedo para abanderar intelectual y públicamente una causa que consideraban, estemos o no de acuerdo, justa y que en cualquier caso era pacífica. Lo peor de todo no es ver que los que un día, ajenos totalmente a la política, ocupaban parlamentos y micrófonos ya no están o han dado un paso atrás o directamente no se les escucha, lo peor de todo es que parece que no hay nadie que les tome el relevo. Nadie les toma el relevo bien porque no hay la suficiente cantidad de cabezas pensantes, que puede ser, o, lo que es más probable y preocupante, que las que hay, que todavía quedan, prefieren no intervenir en la vida pública y quedarse como meros observadores y, como mucho, de vez en cuando salir en cualquier medio a quejarse de lo que hay, pero sin implicarse en el cambio, sin poner la carne en el asador no sea que se quemen.
Quizá el gran pecado del siglo XXI sea ese, la pereza. La pereza a significarse, la pereza a querer que las cosas cambien de verdad, la pereza y el miedo a pelear por causas justas. Hemos sucumbido al sillón y al poder del tweet, que es casi ninguno, por no manifestarnos a viva voz y en público. Al común de los mortales del siglo XXI, llegados a una cierta edad, no les apetece que se les vea en según qué círculos o que se les escuche según qué opiniones.
En qué momento hemos caído en banalizar las cosas, en no pelear por lo nuestro y los nuestros, en no pelear por nuestro futuro y por el día de mañana. Cómo hemos podido caer en el tan absoluto conformismo y en el no querer aspirar alto, no querer arriesgar y mirar hacia arriba. Ojalá convirtamos en discurso de “los micros y las letras” lo que antes Cervantes escribió y otros practicaron, el “discurso de las armas y las letras”.
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