En este mes de enero, evidentemente, es inevitable hablar de la Navidad. De las verdaderas razones de la Navidad.
Es relativamente imprescindible recordar el terreno religioso, que realmente es lo fundamental y lo que le da sentido a todas estas celebraciones. Regalos, reuniones, luces, días festivos, comidas de empresa, son algunos de los elementos que adornan y empañan todos estos días tan señalados en los que lo que de verdad debería señalarse es solo y exclusivamente un día, una hora y un lugar: 25 de diciembre, Belén. Eso es lo que debería inundarnos entre toda la prisa y el ajetreo navideños, si se es cristiano, el nacimiento del hijo de Dios y, si no, la posibilidad de hacer nacer todos los días la alegría, la familia y la fraternidad que, desde tiempo atrás, ese propio sentimiento religioso ha impregnado estos meses.
Cada Navidad es una oportunidad de renacer, de volver a las raíces, a lo sencillo, al pesebre, a nuestro pesebre, a nuestra familia, nuestros seres queridos y a aquellos lugares que han inundado de felicidad nuestra vida. Es una oportunidad de juntar en una mesa aquello que más nos importa, aislados del consumismo y de las luces, de disfrutar de esas pequeñas cosas que nos regresan a nuestro yo más sincero, esas cosas que no tienen precio: la risa de los que más queremos, las llamadas de quienes, aún no estando a nuestro lado, sacan un minuto de todo ese ajetreo para transmitirnos sus más sinceros deseos para la Navidad y el año nuevo.
En cada cena y en cada encuentro se nos presenta una ocasión para enterrar agobios y frustraciones para dar lugar a la alegría, una alegría que se transmite de una forma innata y natural de cara a cara, de abrazo a abrazo.
Esto es lo que debería ser, sin embargo, por no-se-qué comodidad, por llamarlo de alguna manera, hemos preferido sustituirlo por el estrés de ir de un lado para otro, de las compras, de las llegadas. Hemos sucumbido al agobio en lugar de dejarnos llevar por el disfrute de las pequeñas cosas.
La Navidad es un momento para caer en la cuenta de que se puede disfrutar de lo sencillo, de un rato con la familia, una tarde con nuestros allegados, un villancico y un simple beso de feliz Navidad. Para esto, buen ejemplo son los niños. A cualquier hora durante estos días se habrán podido ver multitud de niños en las calles jugando, disfrutando del frío, disfrutando de las luces y disfrutando de su familia, primos, tíos, abuelos. En esos niños que, en su pequeñez, se conforman con lo pequeño, deberíamos fijarnos. Por eso, el inicio de la Navidad es un niño, por eso donde estaba ese niño también estaba la luz de una estrella, por eso en aquel lugar había tanta gente; allí no había agobios. Allí había sencillez, no pobreza, sencillez. Feliz año nuevo y feliz Navidad. Navidad cargada de sencillez, la sencillez de un niño, la de un Dios que quiso nacer, la de un niño que era Dios. Verdadero
Dios, sí. Verdadero Dios y Verdadero Hombre
Texto: Enrique Galán Gómez