“Yo aprendí a leer leyendo a Burgos, a ver y vivir la ciudad de su mano, como lector fiel al periódico de las grapas, con el que, por cierto, aprendí a escribir”
Suena Sevilla de Albéniz porque la vieja ciudad sólo perfuma la gloria de sus hijos predilectos. Con o sin reconocimiento oficial, con o sin calle, siempre sin luto, aunque se decrete, incluso en sus acordes en tiempos fúnebres, Sevilla sólo perfuma cuando llegan al fin de su paso por este mundo, en torno a la primavera más universal, a sus hijos predilectos, con aroma a magnolio, yerbabuena, nardo, clavel y azahar. Muere Burgos y con él muere una rebeldía ilustrada, indomable carácter de una libertad ejemplar y carísima de la que hizo con su obra y su vida, que es lo mismo, gala hasta el último suspiro que fue, sin duda, a España a la que amaba desde su sentimiento andaluz más profundo y asentado en una basta cultura en ríos de libros leídos y artículos escritos, como mejor cronista del pueblo andaluz de todos los tiempos. Esa España representada en su hija favorita, Sevilla, y su hija con más salero, que es Cádiz. Burgos representa un tiempo para llamar la atención con ironía a la sevillana, porque hablaba y se le entendía en Heliópolis, el Pumarejo y el Arenal a la perfección. Conocedor de su ciudad y musa como nadie, y de sus códigos y personajes de ayer y de hoy, aun sin placearse demasiado por los mentideros de tascas y tabernas, ni actos de moqueta. Poseedor de un afianzado espíritu reservado. Hijo de sastre y zapatera, que de sus manos y esfuerzo de gente sencilla hicieron fortuna. Ellos les legaron el mejor patrimonio, el de los valores, basados en la honradez, la palabra y el esfuerzo. Burgos nos regaló a generaciones de sevillanos la crónica cotidiana de los días grandes y pequeños, con una retranca afilada y personalísima, porque jamás trató de ingenuo a sus fieles lectores. Flaco favor hubiese sido en la ciudad chovinista de la auto complacencia… Burgos cuadraba en el recuadro de arriba abajo a todo el espectro social sin tapujos, pero con el pudor justo de un académico, a los de toda la vida y a los de la nueva vida, a los que tuvieron y no tienen y a los que no tuvieron y tienen. Burgos creía en todas las aristocracias, en la del linaje y su compromiso con la sociedad, y en la intelectual o en la ingeniosa de los quijotes de nuestros barrios. Burgos respetaba mucho la distancia y el usted y, ahora que lo veo con perspectiva, pienso que era su manera de protegerse ante los más cercanos. Ya se sabe, el enemigo está siempre cerca. Reflexivo, reivindicativo, custodio de nuestras tradiciones, a las que continuamente contextualizaba en su afán divulgativo, Burgos nos hizo soñar con ser periodistas a muchos sevillanos. Yo también quise ser Burgos y a través de sus artículos conocía y amaba más a mi ciudad, madre y madrastra a tiempo parcial, y aspiraba con más fuerza a ser periodista, contador de historias reales, hechos y valores, opinión y prisma de una misma ciudad, de una misma España. Burgos señalaba con su pluma los detalles y las historias paralelas de la ciudad desconocida. Yo aprendí a leer leyendo a Burgos, a ver y vivir la ciudad de su mano, como lector fiel al periódico de las grapas, con el que, por cierto, aprendí a escribir. Muere Burgos y suenan las lágrimas de corneta y Sol de San Pedro desde la alta torre, porque muere un trozo de Sevilla y una época de comprometidos abanderados de los valores democráticos. Muere el Maestro Burgos y Sevilla, como el coronel, no tiene quien le escriba de esa manera tan desgarrada, porque le dolía su ciudad hasta lo más hondo de su ser. Enemigo de venderse en el halago, huía de premios y reconocimientos. Con Burgos muere la personalidad dual del sevillano, con arte y con guasa. Burgos muere y se esfuma ese trozo de la Sevilla dorada de los Alba, la Sevilla del Pali en su adorado Arenal carretero y de la Pura y Limpia, por la minuciosidad y conocimiento de su literatura. Hasta puso voz al Maestro Romero en su biografía, difícil empresa en torno a un dios mortal del toreo, forjado en los silencios. Cossío de obligada lectura para los amantes de la Fiesta y de la figura del Faraón. Muere don Antonio Burgos y con él una época, un tiempo y una altura de miras hasta para hablar de lo cotidiano. Burgos hablaba con el vocabulario de la Sevilla de ayer, en su lucha por mantener y conservar nuestro legado intangible que nos distingue como Pueblo. Burgos era Sevilla y hablar con él o leer sus artículos era hablar con la propia ciudad, mantener un diálogo con una tierra atemporal, aferrada a sus tradiciones, reina de la calle y de las capillas, taberneras y eclesiásticas, y su forma de vida que es única e intransferible. Muere Burgos y muere un crítico de oro con un estilo redaccional con sabor a pavía y un género en sí sevillanísimo, como un calentito. Su obra nos permitió ver la vida a través de unas gafas que no todos tienen el don de tener, una óptica exquisita científico popular, que no populista, con la que el Señor del Gran Poder le otorgó al nacer en las entrañas de la ciudad invicta, para ser preciso, frente a la mismísima Giralda a la que piropeó como nadie durante toda su existencia. Muere Burgos pero, en realidad, no muere, porque él pasa a la nómina de los sevillanos ilustres que serán por siempre presentes y actuales para poder comprender nuestra sociedad española y andaluza, nuestra ciudad y nuestra cultura, de salón y de corral de vecinos. Muere Burgos aunque vivirá siempre en el presente de todos los niños que soñamos con ser como él y escribir como él, sueño tan sevillano como un nazareno de ruán o capa, como un novillero pinturero o como la inocencia de un carráncano o de un seise.