por Antonio Romero Padilla, Párroco de Carrión de los Céspedes
Un día me preguntaban por qué la Semana Santa de Sevilla era tan alegre, por qué aunque había tantos momentos emotivos, de especial recogimiento y de oración y silencio, había palmas, flores y piropos a Dios y a su Madre. Por qué parecía incluso que estaba en el límite de la considerado serio para un cristiano en estos días santos.
Y contestaba que el sevillano –por su carácter forjado y por los golpes de la vida, por su forma de ser y por ese sol de la fe y del clima, que todo lo llena de vida– se sabe el final feliz de la historia. Aquí, no hay que esperar al Domingo de Resurrección para saber que el Señor ha resucitado. Vive en cada azahar que florece y se atreve a tanto –como decía Miguel Hernández- como ser pregonero de una primavera que si no fuera el reverdecer de una historia que vuelve a nacer en cada corazón, en cada calle, en cada barra de bar y cada ensayo de costaleros, en cada túnica planchada y colgada en estos días en cada familia, no sería lo mismo. Aquí Dios está vivo. ¿O no va vivo el Gran Poder cuando viene, zancada pura de encuentro, a buscarnos? ¿No se abraza resucitado Jesús Nazareno a la Cruz, victorioso con su delantal de haber terminado bien la faena de abrirnos las puertas del Cielo? ¿No mira vivo el Cristo de Santa Cruz? ¿Y el Señor de San Gonzalo no habla vivo con la misma majestad que lo hizo a Caifás?
Aquí se aplaude la faena del costalero porque es el nuevo cirineo que ayuda a reencontrarnos con Dios en el amigo que te abraza el día que estás hecho polvo. Se tiran pétalos a la Virgen y se dan vivas, porque esas lágrimas nos dicen con Esperanza que todo acabó bien.
Es la mano viva del Nazareno del Valle que te busca, como el Creador al Adán de La Sixtina de Miguel Ángel, porque Dios palpitante quiere tocar hasta lo más hondo de nuestra vida sin temor a ensuciarse. Es la ceja arqueada y viva del Cristo de San Bernardo que muere dándose como un torero, tocando dulcemente el tendido del alma. Son los brazos abiertos del Cristo del Amor, que en la estrechez de Francos, como en tantas de la vida, todo lo pone en su pecho, todo lo transforma en fuerza por su debilidad. Es la humildad del primer macareno, el Señor de la Sentencia, que con sus manos atadas libera y la caída, hasta tercera, del Cristo marinero de Pureza que mil veces más se levantaría para enseñarnos a no rendirnos. Es Cristo que va herido, en el madero o muerto, pero el sevillano sabe que está vivo. Por eso, llora y ríe a la par, y cada año, relee la historia, con sabor a alegría, sabiendo del final feliz; Pascua florida desde las palmas de la Borriquita a Santa Marina.
“Aquí se aplaude la faena del costalero porque es el nuevo cirineo que ayuda a reencontrarnos con Dios en el amigo que te abraza el día que estás hecho polvo”.