EL ALMA DE JAVIER GONZÁLEZ SÁNCHEZ-DALP EN LA CAMPIÑA DE UTRERA
Al final de un camino de tierra custodiado por olivos centenarios y campos de cereales, se alza serena y majestuosa Malavista, una finca ubicada en las tierras suaves de Utrera, Sevilla, donde el interiorista Javier González Sánchez-Dalp ha volcado su sensibilidad, su memoria y su libertad creativa.
Conocido por su exquisito gusto y por la estirpe de la que procede, hijo del mítico torero Manolo González y de Socorro Sánchez-Dalp, nieta del primer marqués de Aracena, Javier ha convertido esta finca heredada en un espacio que es a la vez refugio, lienzo y manifiesto vital. Aunque reside habitualmente en un emblemático edificio de Sevilla construido por el insigne Aníbal González, donde también tiene su estudio de decoración, hoy prefiere hablarnos de este lugar en el campo, un proyecto personal que crece con él.
“Malavista llegó a mí como parte de una herencia familiar. Al principio, lo urgente fue lo práctico: sanear tejados, conservar estructuras. Luego fui plantando árboles, entendiendo el tiempo lento del campo, aprendiendo de sus ritmos”, nos cuenta Javier, sentado en el gran salón familiar, antigua nave de grano, hoy convertido en corazón cálido de la finca.
Y ese corazón late con fuerza. Allí cuelga un retrato de su tía Pepita, marquesa del Saltillo, toda una institución en la alta sociedad sevillana, y una conmovedora Inmaculada Concepción, además de recuerdos taurinos de su padre, piezas que cargan de historia y emoción cada rincón.
El proceso de transformación ha sido pausado, progresivo y cargado de intuición. “Imaginé Malavista como algo más que un espacio de trabajo rural. Quería conservar su esencia pero también hacerla habitable, sensible. No había reglas, ni clientes, solo yo mismo frente a un lugar que me pedía poesía sin dejar de ser tierra”.
El resultado es una finca donde conviven lo rústico, lo señorial y lo contemporáneo sin estridencias. La estructura original se ha respetado con mimo: vigas de madera al aire, suelos de barro cocido, muros encalados. Pero entre todo eso se cuelan pinceladas sutiles de confort moderno, una iluminación cuidada, discretos sistemas de climatización, piezas únicas seleccionadas por él mismo, que hacen de Malavista un equilibrio entre el ayer y el hoy.
“Cuando trabajas para otros, tienes restricciones. Aquí soy libre. No hay concesiones, solo lo que de verdad quiero ver y sentir”, afirma. Esa libertad se traduce en detalles que solo existen en un hogar profundamente personal: un rincón dedicado a la meditación, textiles heredados con historia, o pequeñas colecciones que reflejan su fascinación por lo andaluz y lo artístico.
Si Sevilla es su base y motor profesional, Malavista es su contrapunto. “Aquí está la luz que no deslumbra, el silencio que no incomoda. Todo me habla en otro idioma: el de lo esencial”. Ese lenguaje se percibe especialmente en el exterior, donde el paisajismo no busca domesticar el campo, sino dialogar con él. Las especies se han escogido con criterio, algarrobos, olivos, cipreses, y dispuestas sin forzar la mano, permitiendo que la naturaleza conserve su poder evocador.
“Diseñar el paisaje rural es más difícil que decorar un salón. Aquí no puedes imponer; tienes que observar, esperar, aprender. Y luego actuar con humildad”, reconoce.
Cuando se le pregunta por qué estilo pictórico podría describir a Malavista, Javier responde sin dudar: “Más que Goya, que es de mis favoritos, me siento cerca de Sorolla… o incluso del impresionismo. Esta finca es un cuadro de pinceladas sueltas, vibrantes, donde lo importante no es el detalle, sino la atmósfera”. Y eso es, precisamente, lo que Malavista transmite: una atmósfera envolvente, que conjuga tradición y sensibilidad contemporánea, que respeta la memoria sin convertirla en museo, y que acoge sin alardes.
En un tiempo en el que las casas parecen hablar más de modas que de quienes las habitan, Javier ha logrado que Malavista sea una extensión natural de sí mismo. Sin escenografías ni pretensiones, ha construido un espacio donde su historia familiar, su vocación artística y su manera de entender la belleza se entrelazan con armonía.
Hoy, nos abre sus puertas con la misma elegancia con la que vive: sin necesidad de decir mucho, porque los muros, los objetos, el paisaje y la luz cuentan la historia por él.
Texto: Carlota Acuña
Fotos: Ángela Muruve