SEVILLA, TIERRA DE LEYENDA
Bajo el cielo azul de Andalucía, a orillas del Guadalquivir, donde el sol parece quedarse a vivir entre naranjos y azahares, donde la brisa parece murmurar antiguas coplas y los atardeceres incendian de rojo y oro las tardes, late un corazón antiguo y vibrante. Sevilla sigue siendo un refugio eterno para los soñadores del toreo. Una ciudad donde la historia no se guarda en museos, sino que camina en cada esquina, en cada sombra proyectada sobre sus plazas. Y si hay un latido que resuena con fuerza en la memoria colectiva de Sevilla, es el de su arte taurino. Un arte que no solo se ve; se siente, se respira y canta.
Aquí, el tiempo no pasa, se transforma. Sevilla renace en un ritual tan antiguo como sus propias piedras. En el centro de esta pasión se alza majestuosa la Real Maestranza de Caballería, una de las plazas de toros más atractivas del mundo, que se convierte en el templo de una liturgia donde el miedo, el valor y la belleza se entrelazan de manera inigualable. Su fachada encalada, sus barrocas líneas doradas y su arena dorada son el santuario donde la emoción se convierte en rito y el valor en arte.
Cada primavera, con la llegada de la Feria de Abril, la Maestranza se llena de vida. La ciudad entera se viste de gala: mujeres con claveles en el pelo, hombres de traje corto, caballos engalanados, y un murmullo de expectación que flota en el aire. Los toreros, figuras casi mitológicas, cruzan el umbral de la puerta del Príncipe sabiendo que en esa arena pueden tocar el cielo… o morder el polvo.
La arena sevillana ha sido testigo de gestas que el pueblo todavía canta. De faenas de oro puro, de silencios que pesan más que mil aplausos, de tardes en que un capote rosa fue un poema en movimiento. Aquí, en Sevilla, el toreo no es solo valentía, es un acto de belleza trágica. La Maestranza es un altar de sueños y miedos.
Cada torero que pisa el albero de esta plaza sabe que aquí no basta con ser valiente; hay que ser artista. Cada pase, cada muletazo, cada estocada, es observado con la rigurosidad de un público que no concede ovaciones a la ligera, pero que cuando se entrega, lo hace para siempre.
Hablar de Sevilla es hablar de leyendas como Juan Belmonte, el “Pasmo de Triana”, que cambió para siempre la forma de torear, plantándose quieto como una estatua viva frente al toro. O de Curro Romero, el “Faraón de Camas”, capaz de arrancar lágrimas al tendido con un simple pase natural cargado de duende y misterio. Sevilla ha visto forjarse figuras inmortales. Héroes del temple y la inspiración.
Hoy, Morante de la Puebla recoge esa herencia con su arte caprichoso y sublime. En su toreo se encierra la nostalgia de un tiempo donde el temple lo era todo, donde la inspiración llegaba como un regalo de los dioses. Junto a él, nombres como Roca Rey, Pablo Aguado o Manuel Escribano siguen desafiando al destino bajo el sol de la Maestranza, en una continua búsqueda de la perfección efímera.
Pero sin toro no hay fiesta. Y Sevilla también es tierra de ganaderías legendarias, donde la crianza del bravo se cuida como un arte en sí mismo. La ganadería de Miura, de Lora del Río, impone respeto con toros de mirada fiera y cuerpo imponente, sinónimo de riesgo y gloria. Y también la casa de Victorino Martín, cuyos “albaserradas” retan la técnica y el corazón de cualquier matador. También destacan hierros como Jandilla, Fuente Ymbro o El Pilar, que año tras año crían a esos animales únicos, mezcla de bravura, nobleza y tragedia, que hacen de cada tarde una página irrepetible de la historia.
Muchos se preguntan si la tauromaquia sobrevivirá al paso de los años. Sevilla, orgullosa y fiel, responde cada tarde en su Maestranza: mientras haya una mano que tiemble al abrocharse el capote, un corazón que se acelere al sonar el clarín, y un grito de “¡olé!” que parta el cielo en dos, el arte del toreo seguirá vivo.
La tauromaquia en Sevilla, más allá de una tradición, es un lenguaje íntimo que conecta generaciones, una forma de entender el valor, el arte y el respeto por la vida misma. Es la conciencia de que, frente a la muerte, se puede, aunque sea por un instante, bailar con la eternidad. Y es que en Sevilla, la corrida de toros no es un espectáculo. Es un acto de fe, una ceremonia de vida y muerte, una danza entre la belleza y el miedo. Es memoria, es identidad, es, en definitiva, pura emoción.
Sevilla no olvida. Sevilla es y será siempre, la cuna del valor y la leyenda.
Texto: Carlota Acuña
Fotos: Ángela Muruve