“Son los días en los que el alma se sienta a la sombra y respira”
Hay días de verano que no se anuncian, pero que uno los reconoce al instante. No es por el calendario ni por el mercurio —que también—, sino por esa manera en que el tiempo parece aflojarse, como si el reloj mismo bostezara. Son los días lentos, los que no llevan prisa, los que saben a siesta larga, a toldo que cruje con la brisa, a pan con aceite y ajo en el bar del pueblo, a alpargata de esparto y helado derritiéndose en mi retorno a casa acabando el día. Son los días en los que el alma se sienta a la sombra y respira.
Para mí, esos días tienen nombre propio: Sanlúcar de Barrameda. Ahí transcurrieron los veranos de mi niñez, los de verdad, genuinos años que marcaron para siempre mi vida. Los veranos de andar descalzo por la casa blanca, de la playa mansa al atardecer, del pescaíto en la sartén de mi madre. Sanlúcar olía a lecho marino, a uvas en agosto, a salitre en las sábanas y a siestas con el murmullo lejano de una radio encendida en la cocina. Todo sabía a siempre.
En aquellos días no había más agenda que la del sol. Uno se medía por las mareas, por las visitas al puesto de helados, al carro de los dulces con vociferantes vendedores ambulantes con el ímpetu del poniente, parecido al de las carreras por la bajamar. Y sin saberlo, uno iba almacenando imágenes para el futuro: la luz dorada sobre el Coto de Doñana, la voz de mi madre llamando desde la sombrilla, los primeros amores de unos veranos que duraron un suspiro.
Ahora, cuando los veranos se viven entre reuniones, correos electrónicos y agendas que no descansan, busco volver a esos días tranquilos. No siempre físicamente —aunque lo intente—, pero sí mentalmente, como un refugio que resiste al ruido. Y es ahí cuando aparece ella: Sevilla.
Mi ciudad. Mi musa. Mi raíz. Sevilla no es de veranos fáciles, lo sabe cualquiera que haya intentado dormir con 40 grados a las tres de la tarde. Sevilla espera como una novia adolescente: impaciente, coqueta, orgullosa de sí misma y con esa forma tan suya de hacerme sentir que, aunque me haya ido, ella sabe que nunca me he ido del todo.
Porque Sevilla me inspira incluso cuando abrasa, incluso cuando arde. Desde el frescor inabarcable de sus patios en sombra hasta el olor a dama de noche que me sale al paso cuando menos lo espero. Ella, como Sanlúcar, también tiene su propio “sabor a siempre”. Uno más intenso, más carnal, más desafiante. Pero igual de eterno.
Así que en estos días tranquilos de verano —cuando uno baja un cambio y se permite mirar más allá del móvil o del titular urgente—, yo vuelvo a esos dos amores que no saben de modas ni de prisa: Sevilla, donde me hice persona, y Sanlúcar, donde me hice alma.
Y ahí, entre una y otra, me reencuentro conmigo. Bienvenido, agosto.