PINTOR SEVILLANO: “EL ARTE EQUIVALE A UNA EPIDERMIS, A UN LATIDO, Y TAMBIÉN A UN SECRETO”
Hay artistas que pintan desde la técnica, otros desde la emoción. Pero hay unos pocos que lo hacen desde el tiempo. Juan F. Lacomba, sevillano de raíz, carmonense de adopción y espíritu cultivado, pertenece a este último linaje. De ascendencia burguesa, madre francesa y padre tradicional. Representa un caos ordenado y la lentitud, en todo su esplendor. El suyo es un arte que no busca la inmediatez, ni se pliega al vértigo de la productividad. Como la rosa de Damasco que él mismo evoca, su obra florece en el silencio, en la espera, en ese jardín interior que solo cuidan quienes han aprendido a ver antes que a hablar.
Lacomba es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría desde 2012 y ha sido el encargado de pintar el cartel de la Semana Santa de Carmona 2025. Un testimonio visual que, como él mismo indica, ha nacido desde el corazón, con un enfoque catequético y simbólico. Una escalera que es descendimiento y ascensión, dados que son azar y expolio, un corazón traspasado que late entre el dolor y la esperanza. Y todo, bajo la mirada de una constelación que recuerda que también en el cielo hay signos para quien sabe mirar.
Como si de un libro de Milan Kundera se tratara, “el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria”. De este modo, la conversación con Lacomba nos invita a detenernos. Y, con cada palabra, cada trazo, parece recordarnos que en un mundo acelerado, solo los que caminan despacio son capaces de no caer en el olvido. Su estudio, sus marismas de Doñana, sus días de aburrimiento fértil y recogido no son evasiones, sino trincheras donde resiste la verdad de un arte no domesticado por el mercado, sino guiado por una voz interior, como una brújula íntima.
Entrevistar a Juan F. Lacomba es entrar en una conversación pausada y densa, como un paseo sin prisa por el parque de María Luisa. Escucharlo es asistir a un acto de resistencia: la del arte como lenguaje, no como producto; la del pintor como testigo, no como decorador. Con la mirada limpia del que ha sabido conservar la infancia en sus pupilas, este artista nos enseña que la pintura no siempre necesita decir, porque a veces basta con ver. Y ver, como él nos muestra, puede ser una forma profunda de amar.
En alguna ocasión, ha dicho que su pintura no es un producto, sino un lenguaje, ¿qué quiere decir con eso?
Al final, todo se convierte en producto porque vivimos en una sociedad que funciona así, pero lo que yo hago va mucho más allá. Intensidad y trayectoria, son los dos valores que hay hoy en día en el arte, todo lo demás es producto. Mi pintura no busca solo comunicar, sino construir un mundo, un lenguaje propio. Es una forma de ver, una forma de estar en el mundo. Por eso los coleccionistas que compran mis obras no son simples compradores, son testigos, cómplices. Ellos ven lo que yo veo, artísticamente hablando, y esa conexión es muy profunda.
¿Cómo ha sido la experiencia de realizar el cartel de la Semana Santa de Carmona de este año?
Ese encargo fue algo afectivo para mí. Lo he hecho con un enfoque catequético. El cartel está lleno de símbolos: la escalera representa el ascenso espiritual, pero también la crueldad de subastar la desnudez de Cristo y los dados evocan el azar de ese momento… Está la estrella de Carmona, que habla de prosperidad y resurrección, el corazón con la daga, y la constelación del Boyero, que corresponde al mes de abril. Cada elemento está pensado para transmitir un mensaje que, en mi opinión, hoy está un poco perdido.
¿Cómo nace en usted la vocación artística?
Aprendí a ver antes que a hablar. En mi primera comunión, me regalaron una caja de acuarelas y desde entonces empecé a crear mis pequeños universos: flores, constelaciones, escenas de Semana Santa. Era un mundo muy atractivo para mí. La pintura, con el tiempo, se convirtió en un camino de conocimiento, como la música lo fue para Pitágoras. Todo tiene un ritmo, una estructura, un silencio que también comunica.
Se inspira mucho en la naturaleza, especialmente en Doñana, ¿qué le aporta ese entorno?
Doñana es para mí una memoria de tiempo, un lugar de contemplación. He vivido mucho en el campo, de la forma más descarnada. Allí encuentro motivos que no busco, como esa vez que apareció una libélula. Era un día soleado, feliz, y en ese instante se activó la necesidad de pintar. Es un proceso muy instintivo, pero al mismo tiempo técnico, porque cada color debe tener su sitio, su función, su magnetismo.
¿Qué papel juega el tiempo en su proceso creativo?
Fundamental. Hay años en los que puedo pintar treinta cuadros y otros en los que solo uno o ninguno. La pintura no se fuerza, es como una piel, como una voz que aparece cuando tiene que aparecer. A veces necesito aburrirme para poder concentrarme. Me encierro en el estudio, apago el móvil, y dejo que el tiempo me envuelva hasta que surge algo.
¿Cómo sabe que una obra está terminada?
Cuando la firmo. No saco un cuadro del estudio si no está completamente conformado. Si no se sostiene por sí mismo, si no tiene su latido, no debe salir. Es raro que después piense que lo habría hecho de otra forma. Eso ocurre cuando uno trabaja desde la verdad.
Ha hablado de que el artista necesita hermetismo, ¿por qué?
Porque el artista ve antes que hablar, igual que un corredor entrena antes de correr. Hay una preparación silenciosa, una maduración interna. Es un tipo de inteligencia que no es verbal, pero que se expresa de otra manera. El arte es ver lo invisible, y para eso hace falta recogimiento, rutina, a veces incluso aislamiento.
¿Se considera un artista recluso?
No soy un artista que huye, pero sí me gusta la reclusión. No porque desprecie el mundo, sino porque necesito ese tiempo conmigo mismo, ese espacio silencioso para que el arte pueda surgir de la pintura. El arte equivale a una epidermis, a un latido, y también a un secreto que uno guarda.
¿Cómo percibe la educación visual en la sociedad actual?
Muy escasa. Tenemos más educación auditiva o social, pero poca visual. Un artista con trayectoria ve la temperatura psicológica de una obra, incluso si se ha pintado de pie o sentado, si quien la hizo estaba alegre o abatido. Todo eso se refleja. El color también lo dice todo, como una voz. Pero hay que saber mirar.
¿Qué opina del arte contemporáneo más comercial, como el de Warhol?
Él hizo un ejercicio muy interesante: quiso, al trivializar el arte, quitarse de en medio como autor. Pero yo no puedo hacer eso. No he vivido en Manhattan, no he sido inmigrante ni he trabajado en grandes almacenes. No puedo pintar desde una fe que no es la mía. Yo estoy más cerca de la humilde señora que cuida una rosa de Damasco en su jardín. No por romanticismo, sino porque tengo mis propios secretos, mis propios valores. Y pinto desde ahí.
Texto: Carlota Acuña
Fotos: Ángela Muruve